Cuando subimos al coche de alquiler me fijé en las marchas. ¿Dónde están los números? Miré a mi prima. ¿Tú sabes qué significan estas letras? Ni idea, me respondió. Al menos dime que has conducido alguna vez un coche automático. Mi prima me dirigió una cara de perplejidad. ¿Qué hacemos ahora? Dije mientras animaba a Laura a actuar con normalidad. Mi compañero de casa había proporcionado el número de su tarjeta de crédito y se había responsabilizado de todos los daños que nosotras pudiéramos llegar a ocasionar. Canadá es, en general, un país muy amable y con esa misma amabilidad te cierran las puertas si no tienes tarjeta de crédito. Las regalan como golosinas y se necesita tarjeta de crédito para poder alquilar un coche, para poder quedarse en un hotel e incluso a veces te lo exigen en la compra de algunas entradas. Muchos canadienses tienen la cartera llena de tarjetas. Es algo normal. Fácil de conseguir, pero como siempre uno cuando no está en su país se siente con las manos atadas. Y, ni mi prima, ni yo, teníamos una.
Lo había intentado todo. Mi banco no me concedía ninguna por no ser residente. Tan solo podía conseguirla si realizaba un pre-pago de 500 dolares. Y, por el otro lado, la agencia de alquileres no aceptaba una tarjeta de pre-pago. Les ofrecí un gran depósito pero tampoco me lo permitían por no ser residente. Así que me arrepentí mil veces por salir de España sin una tarjeta de crédito. Pero los viajes son imprevisibles. Y ya que mi viaje iba a ser por Sudamérica, nunca pensé que iba a necesitarla. Ni siquiera sabia que terminaría en Canadá. Uno nunca sabe aquellas cosas que luego no va a utilizar. O aquellas con las que no se cuenta y , luego, te enredan el viaje.
Mi compañero de piso se ofreció a ayudarnos y proporcionó su nombre para que pudiéramos alquilarlo. La vulnerabilidad también forma parte de los viajes. Todo es más fácil de solucionar cuando te encuentras en tu país de origen, pero una vez sales, todo se vuelve más complicado. Pero, aún así, y aunque pueda dar miedo la incertidumbre y las manos atadas, siempre hay alguien que va a estar dispuesto a ayudarte. Esto es real. Y el mundo está lleno de buenas personas, a pesar de que nos empeñemos en ver un mundo oscuro a través de la televisión. Sin salir afuera, claro.
Y allí estábamos nosotras disimulando mirar unos papeles mientras él pasaba por delante con su vehículo para volver a casa. Le sonreí dando amago que todo estaba bien y su sonrisa intentó disimular su preocupación. Sé que realmente se sentía bien por ayudarme, pero tenia ese temor de que algo no llegase a ir bien y tuviera que pagar las consecuencias. Y, por supuesto, yo no iba a dejar que eso pasase. Cuando su vehículo desapareció por la avenida, yo volví al pequeño detalle que me avergonzaba: no tenía ni idea de cómo conducir ese coche del que él se había responsabilizado.
La chica de la agencia se acercó para recordarnos que debíamos devolver el vehículo con el tanque lleno porque de no ser así nos lo cargarían a la cuenta. Dado que no tenia ganas de quedarme con el coche inmovilizado por desconocimiento, le comenté mi problema. Ella amablemente y, siguiendo las políticas de la buena atención al cliente, me explicó punto por punto para qué servia cada marcha. Sentí que volvía a la autoescuela. Mi cara de socorro asomó con dureza. Ella había tenido mucha paciencia en explicarme, pero yo no había entendido nada. Así que simplificando su clase magistral le pedí que me dijera cuál servia para ir hacia delante y cuál hacia atrás.
La chica se dirigió a la oficina girándose a todo momento y yo arranqué el coche. Abre bien los ojos Laura. Necesitaré tu visión y tu concentración como si estuvieras conduciendo también. El coche se deslizó adelante y frenó brusco. A trompazos avanzamos unos metros. Intentaba no presionar el embrague inexistente, pero mi pierna automáticamente lo buscaba dándole unas estrepitosas patadas al freno. No quise mirar atrás. Pero los de la agencia estaban viviendo un buen espectáculo. Mi mente, nada habituada a los coches automáticos, me traicionaba. Y al mínimo movimiento buscaba el pedal del embrague que iba a parar el freno. Y conseguimos unas cuantas sacudidas hasta que conseguimos salir de allí.
Laura había venido a visitarme esa semana. Calgary era una ciudad de negocios petrolíferos y tenía muy poco de interés turístico. Llevaba cinco meses viviendo allí gracias a la Working Holiday Visa y los turistas tan solo utilizaban la ciudad como trampolín hacia las Montañas Rocosas. Calgary se alzaba como una urbe en medio de la nada. Una ciudad de una gran extensión cuya actividad se centraba más en el centro. La ciudad tenia grandes extensiones de barrios familiares. Las típicas casas americanas con su propio jardín. Y solo cambiaba un pequeño centro lleno de rascacielos, oficinas y negocios. Pero una vez salías de la ciudad ya no había ni un alma. Solo campos enormes lanzándose al infinito.
Las Montañas Rocosas se encontraban a unos 100 kilómetros de Calgary. Una vez agarré confianza en la mecánica fuimos avanzando por aquellos campos que parecían no tener fin. Pero, más tarde, el paisaje empezó a cambiar. Volvieron a aparecer más árboles , pequeñas montañas, laderas de vértigo y las inmensas montañas rocosas abrigándonos el camino. Se alzaban grotescas, arrogantes en su naturaleza y afilando las alturas.
La primera parada fue el Lake Louise. Mientras llegamos andando a la orilla del lago grabé en vídeo a mi prima para ver su reacción. Yo ya había estado en este lago varias veces, pero me daba curiosidad ver su primera reacción. Ya había visto el lago en las mil postales que te vendían en Calgary. Pero aún así se quedó sorprendida. Lo que se siente ante tal espectáculo no se puede describir. El color del agua, las laderas que besan el lago, la nieve en la cumbre de la montaña de fondo. Es como un escenario hecho aposta para una foto de postal. Meses atrás, en Waterton, al sur de Calgary, había hecho una caminata por otra montaña con dos amigos. Y uno de ellos me preguntó ¿cómo describes todo esto a tu familia? ¿cómo les explicas lo que se siente ante estos paisajes? No puedo, le respondí. Puedes enviar mil fotos y se van a ver preciosas pero no puedes comparar con nada el estar aquí y sentir ese vértigo, ese aire cortado cuando descubres que la vida aún te puede llegar a sorprender más..
Las Montañas Rocosas forman una cordillera desde Alaska hasta el suroeste de Estados Unidos. Tienen una infinidad de paisajes inmensos, que en algunas ocasiones te hacen dudar de cómo puede existir algo tan bello.
La segunda parada fue en el Lake Moraine. Una de las cosas que tienen estas montañas es que puedas llegar a creer que te vas a cansar de tanto lago y no es cierto. Cada uno te hace sentir diferente, cada uno tiene su singularidad, su arropo y su infinidad de colores. Lake Moraine fue otro descubrimiento en el que escalamos una montaña de rocas. Primero cruzamos por un montón de troncos apeados en el lago desafiando a la suerte. Porque de todos aquellos troncos flotando no sabías cuál de ellos se iba a hundir con tu pie detrás. Y parecía que todo el mundo volvía a disfrutar como si fueran niños. Se agarraban a las rocas para trepar la colina con el fin de conseguir llegar una zona lo bastante alta. Desde allí el lago se apreciaba mejor. Si contábamos con luz solar el agua se veía de otro azul, si no lo había se veía transparente y a veces incluso turquesa.
¿Donde vamos a dormir? Preguntó ni prima. Hay un hostal cerca que cuesta treinta dólares la noche. No sé, ya que estamos de aventuras podríamos dormir en el coche, insinuó Laura. Bien, sí, pero habrá que mirar la temperatura de esta noche. A ver… menos siete grados. Casi nada. Además este es un parque natural y no sé si esta permitido dormir en el vehículo…Yo creo que este coche aísla el frío bastante bien. Sí, lo parece. Y los asientos se reclinan hasta abajo. Parecen cómodos. Seguro que no entra tanto el frío. Además somos unas aventureras. ¡Sí! ¡Vamos a hacerlo! Y con emoción nos reclinamos bajo el edredón que habíamos traído «por si acaso».
La misma emoción pero difuminada nos despertó congelada a las dos de la madrugada. Rascamos el hielo que se había formado en las ventanas por dentro. Mi prima exigió que encendiera la calefacción. Estaba temblando y se intentó tapar con todo lo que encontraba en su mochila. No era suficiente. El silencio en la calle era notorio y el motor de un coche podía molestar a los vecinos. Y, por supuesto, si no les dejábamos dormir y hacíamos ruido iban a salir a quejarse. Así que decidimos movernos de lugar y apostar por que la calefacción inundara de calor el coche durante el trayecto. Conduje por aquellas calles con escasa luz y sin preverlo hasta salimos del pueblo con tan mala suerte que la policía se encontraba apostada a un lado vigilando a todos los que pasaban. No nos pararon pero sirvió para aumentar los nervios. Más adelante dimos la vuelta y volvimos a entrar al pueblo por el mismo lugar donde la policía vigilaba. Al final, subimos por unas calles y cansada de buscar un lugar seguro aparcamos en el primer lugar que vimos. El coche consiguió calentarse lo mismo que el congelador de mi casa y dormimos con el cuerpo tieso pero en unos asientos bastante cómodos.
A las 6 de la madrugada amaneció y las montañas se asomaron brillantes y con capas de niebla a su alrededor. Lo primero que hicimos fue entrar al baño de una gasolinera a recuperar el calor en el cuerpo. Y después de desayunar bien caliente, subimos al coche para seguir nuestra aventura.
One thought to “Descubriendo las Montañas Rocosas. Canadá. Parte 1.”
Hola Rebe! Voy a hacerme MilNorteño pero a cambio tú tienes que hacerte futurista….¿hay trato? 😉