LA LIBRETA DE JAVIER REVERTE
Si en este texto hablo de Reverte es por dos motivos. Primero, porque quizás yo, como él, también ande aferrada a personas imaginarias. Siempre buscando magia, historias y esa forma de mirar más allá de lo que tenemos delante. “Soy un preguntón, siempre ando con una libreta pequeña preguntando todo”, decía él en todas sus entrevistas. Y segundo, porque Reverte se ha convertido en uno de los referentes de viajes en España. En sus textos menciona a escritores que fueron importantes en décadas pasadas pero que ya no salen en las portadas de los periódicos. Se han quedado como un secreto compartido entre los verdaderos amantes de la aventura y los lugares por explorar.
Me acordé de que yo no había llevado ninguna libreta conmigo cuando llegué a Atenas. Tampoco se me ocurría nada que preguntar. Solo me preocupaba pasar desapercibida. La timidez no es algo bueno en los viajes. Había leído que para hablar con los griegos no hay que estar tensa, hay que hacerlo con naturalidad. Los griegos son los primos hermanos de los españoles y los primos directos de los italianos. Gesticulan menos que un italiano, pero mucho más que un español. A mí, la palabra gesticular me resuena como algo lejano y en mi cuerpo es difícil de manifestar. Cuánto menos se dieran cuenta que estaba allí, mucho mejor.

Pasar desapercibida era difícil en una ciudad donde tenía que mirar hacia todos lados para que no me pisaran los coches que no respetaban ni los semáforos —mucho menos a una turista despistada—. Atenas era una ciudad de contrastes. Olía a algarrobo, tabaco y humo de tubo de escape. En un momento estaba pisando adoquines maltrechos; y de repente, mármol de miles de años atrás como una noble hedonista de la Antigua Grecia. Acercándome a ese periodo donde había que temer a los dioses caprichosos. La atención constante también contrastaba con esa sensación de calma de estar en la cuna del pensamiento moderno. No me podía imaginar, aunque quisiera, a un Platón paseándose por esas calles. Seguramente se daría palmadas contra su frente si pudiera ver en qué se ha convertido el mundo. Reverte escribió sobre Atenas:
“En lugar de un esplendoroso templo de cultura, parece un arrabal en el que la vulgaridad invade los días del presente”
La cultura también se coló por las entrañas de la Tierra y apareció en el mar Egeo. Su color invita a perderse con la mente y presenciar la ira de grandes monstruos. Miré esa agua negra por la que asomaban islotes en forma de grandes rocas. Recordé que debajo de nosotros se encontraban todavía tesoros de naufragios de la época helenística, cubiertos por ese manto de agua; no podía dejar de mirar por la ventana. Según íbamos avanzando aparecían los barcos de Agamenón yendo a derrotar a Troya dejando atrás al gran héroe Aquiles. Aparecían los Argonautas y de fondo se oía el canto de alguna sirena. Me pareció también ver a Ulises perdido buscando Ítaca. Y todo eso ocurría en un barco en el que se retransmitía en todas las televisiones basura americana. Todos los pasajeros miraban la pantalla sin pestañear.

No es que me decepcione que los demás no vean más allá. Es que una vez que lees Zorba el griego de Nikos Kazantzakis tienes la ilusión de reencontrarte con él en algún lugar de Grecia. Ese viejo loco que sabía más de la vida que nadie y al que Kazantzakis envidiaba y admiraba al mismo tiempo. Quizás era culpa mía, que trazaba líneas ideales en mi mente sobre cómo debería ser el mundo. Entonces me encontraba en la dicotomía de unirme a los demás y ser “normal”, o quedarme del lado de Reverte y Zorba, el de la locura, el de los libros, el de los pajaritos en la cabeza y los mundos imaginarios que no existen. Kazantzakis admiraba la locura de Zorba:
“Muchas veces me he avergonzado de mi vida, porque me he dado cuenta de que mi alma no osaba acometer lo que la suprema locura—la esencia de la vida—me pedía que hiciera; pero nunca me avergoncé de mi alma tanto como frente a Zorba”.
En mi travesía intenté imitar a Reverte e ir navegando de una isla a otra por el mar Egeo hasta llegar a Turquía. Pero el COVID-19 había cerrado las fronteras marítimas y tuve que volver a Atenas y volar hacia Estambul. Los vuelos no tienen nada de místico. No hay monstruos ni fantasmas. Son una colección de reglas, normas y esperas que provocan ansiedad. Volar es desplazarse sin darse cuenta. Volar es sentir que uno es criminal sin serlo en los controles de seguridad. No puedes pasar desapercibida bajo un detector de metales. No hay historias en las nubes, ni en los asientos apretados del avión.

Al llegar me di cuenta de que Estambul era caprichosa. En ninguna ciudad he visto que se jugara con el sol a su antojo. Y es que Estambul recoge la luz y la utiliza como quiere entre los miles de minaretes que se lanzan contra el cielo. La intensifica, la atenúa, crea colores. Ver el atardecer en esta ciudad es estar en un cuento de Las Mil Y Una Noches. Sin embargo, el Bósforo tiene personalidad propia. Siempre está enfurecido, como si quisiera escupir todos los barcos que lo navegan. Es un mar temerario, salvaje.
“En Estambul el mar es el enemigo de la tierra”.
Sola, apartada en uno de los bancos del barco mirando por la ventana esas mansiones a orillas del estrecho, me vino a la mente las Simplégades, esas enormes rocas en la boca del Bósforo que chocaban entre ellas cuando pasaba un navío y lo aplastaban.
“Mientras el transbordador cruzaba entre las ariscas rocas coronadas por las fortalezas de la guerra, intenté imaginar que, de pronto, se cerraban sobre nosotros, como le sucedió a Jasón. Percibí un leve escalofrío literario en mi ánimo”.
Yo seguía apegada a observar e imaginar y a leer pasando desapercibida. Eso me pasaba factura. Me sentía cada vez más sola. En mi cabeza prefería vivir todo a mi manera. Con mis propias fantasías dándole significado a todo. Pero Reverte me ponía los pies en la tierra.
“Soy un preguntón” “Siempre llevo mi libreta”.

Esa noche, en un restaurante, tuve la necesidad de salirme de mí misma. De saber más, de exponerme más allá del Hola, adiós y gracias en el que estaba viviendo recluida. Así que le pregunté a un camarero después de tomarme nota.
—Perdona, ¿eres de Turquía?
—No, soy de Siria.
Me acordé de Marga d’Andurain, de Palmira, de las ruinas, pero sobre todo de la guerra, las bombas y los refugiados.
—Oh, qué pena lo de tu país.
—Qué pena ¿El qué?
—La guerra.
—¡No! Eso fue años atrás. Ahora está todo bien por allí. Yo soy de Latakia. Es una ciudad hermosa.
Quise saber y busqué en Google el nombre de su ciudad. En primera plana me salía la noticia de que habían bombardeado el puerto dos días atrás. Se lo acerqué.
—No, eso no —dijo, agarrándome el móvil y cambiando de pantalla para enseñarme otro tipo de imagen —. Mira las playas. Mira qué maravilla de ciudad.
Me quedé desconcertada. En su mundo, al igual que en el mío lleno de fantasías, las bombas desaparecían para ver otra ciudad.
Al día siguiente todavía no había comprado la pequeña libreta, pero me hice con un bloc de notas en el móvil y fui anotando todas aquellas cosas que me daban curiosidad. Al principio me salían pocas, pero poco a poco iban surgiendo más, como agolpándose una detrás de otra. ¿Qué significa Masha’Allah? ¿Qué canta el imán en la llamada a la oración?
Desde entonces aprendo a buscar un equilibrio entre el mundo real ─que es mucho más extenso de lo que creo─ y ese mundo fantasioso de los libros y mi imaginación, donde nadie entra.
Reverte se ha ido. Yo sigo encontrándome con él a través de sus libros. Es el guía perfecto de viajes. Es el que me enseña a preguntar. A darle más amplitud a la vida.

Pero, ¿qué habría escrito en esa libreta en la que tanto anotaba? Me imagino que nunca sabremos porque forma parte de su intimidad. Seguramente habría garabatos, palabras impronunciables, deslices de escritor. Un amasijo de pensamientos que forman parte del mundo idílico de uno mismo.
“Yo no soy maestro de nada. Soy un aprendiz de todo. Creo que moriré aprendiendo. La vida es tan intensa, tan amplia, tan rica y tan maravillosa que uno siempre tiene que estar en una actitud abierta hacia todo para comprender este complejo mundo y este complejo ser que es el ser humano”.
Rebeca Sebastiá