Viajábamos por una carretera que parecía que no iba a ninguna parte. Los ojos, saturados de horas, luchaban por refugiarse detrás de los párpados. éstos caían a destajo cada vez que la mente se distraía. Era tiempo de detenerse. Y las dos lo sabíamos. Laura hacía (o se esforzaba) bien en hacer su trabajo de copiloto. Se mantenía despierta pero la conversación se le había quedado kilómetros atrás. Entre aquellas yerbas marrones que se secaban con la llegaba del invierno y que nos seguían acompañando a cada metro. El paisaje era bonito, pero debo admitir, que después de tantos campos de tallos, me empezaba a aburrir.

                                              700 kilómetros y el mismo paisaje

La soledad, sin embargo, me hacía sentir bien. Estábamos percibiendo una sensación de océano. Pero no profunda, sino de superficie. Rayas de horizontes marcadas a cada polo del mapa. Como cuando extiendes tu vista y solo ves agua. Agua infinita. El espacio expandido hacia toda tu periferia. Canadá está casi toda despoblada en su superficie, y estábamos siendo testigos de ello.

Podría decir que íbamos a tirar la toalla, pero nuestro anhelo de llegar a nuestro destino tenia más fuerza. Casi una hora más tarde, y aunque el espectáculo era el mismo, nos sorprendió ver a la tierra abrirse enfrente de nosotras. Como una grieta gigantesca en la que estábamos hundiéndonos. La tierra empezó a quedarse ligeramente  por encima de nuestras cabezas, mientras subía y subía y nos escurríamos en un mundo totalmente desconocido y diferente. Pronto, nos vimos aisladas en el fondo de un enorme cañón.

—¿Dónde estamos? —preguntó Laura.

—Aproximadamente a 230 millones de años atrás, en el principio de todo—respondí boquiabierta mientras contemplaba las paredes que se alzaban presumidas.

Dejamos el coche a un lado del camino y observamos cada línea de aquellas paredes. Millones de millones de años dándonos la bienvenida a la historia más real y más antigua que ha nacido en este mundo. La Tierra se desnudaba para relatándonos su vida, como si de un libro se tratara, pero a falta de páginas, nos ofrecía sus sedimentos.

                                                   La Tierra hablando en su idioma

Esta grieta por la que descendimos se trata del cañón Horsethief. Y sin exagerar, la sensación es que de repente te has teletransportado a otra dimensión. La escena nos pilló por sorpresa y seguimos por la misma carretera hasta parar en una pequeña ciudad habitada por una plaga de criaturas extrañas.

 

                            Un habitante de Drumheller dándonos la bienvenida

Drumheller nació de la industria minera en el año 1911. Gracias a la mina de carbón llamada Atlas, más de doscientas personas se mudaron y fundaron esta pequeña ciudad. La mina estaba formada por 139 túneles con peligro de derrumbamiento y gas metano. Fue gracias a estas perforaciones por las cuales se descubrieron los millones de fósiles que había. Más tarde, en 1984 cuando definitivamente la mina cerró, la población empezó a explotar el turismo a través de los dinosaurios. Actualmente hay un importante museo histórico, centenares de rutas, muchas tiendas de souvenirs, y quién sabe, si andando por los badlands puedes descubrir un fósil nuevo.

La ciudad llegó a ser tan popular, que se han rodado películas en ella como T-Rex o Superman.

A mi me sorprendió mucho el museo Royal Tyrrel. Nunca me habían llamado la atención los museos sobre huesos prehistóricos. Pero aquello era una explicación de todo el paisaje surrealista que teníamos alrededor.

Esos fósiles que nunca habían despertado en mi ninguna curiosidad, ahora me provocaban admiración. Fósiles que atentan contra cualquier creencia religiosa. Pequeñas piezas de puzzles que la Tierra nos ha ido dejando. La respuesta a quiénes somos, cuál es nuestro papel aquí. La de unos meros visitantes. No la idea que nos han vendido. No. Ese egocentrismo humano. Sino unos simples participantes en este gran mundo, que es nuestro verdadero autor. Y el que nos regala la vida.

Comments

comments

Deja un comentario