Cuando empezó a oscurecer supimos que era el momento de parar. Aparcamos en una zona de picnic en lo alto de una montaña con una ligera pendiente. Desde aquella altura se veía toda la planicie a nuestros pies. Y en su final, el océano Atlántico tapado por una neblina. Despertar aquí sería increíble, pensé. Pero no me convenció la pendiente. El capó del coche hacía una reverencia inestable a todo el paisaje. Mi prima ya había reclinado su asiento y tenía en sus manos el saco de dormir preparado. Yo seguía mirando la inclinación. Ella se preparó el antifaz y se recostó en su cama improvisada. Todo lo que podía dar un asiento de coche para ese bienestar.
—No estoy muy convencida de este lugar. Mejor vámonos de aquí.
Se levantó un poco el antifaz y dudó unos instantes. Pero enseguida reclinó su asiento de nuevo.
— Vámonos, porque sé que no vas a dormir— dijo al tiempo que guardaba el saco en el asiento de atrás..
Mi prima era de esas personas que sabían escalar por mi mente y darse cuenta que era tan cabezota y tenía tanta imaginación, que si tenía enfrente toda esa pendiente no iba a poder dormir. Por otro lado, Islandia intentaba que yo me sintiera cómoda colocando una zona de picnic a cada diez minutos de trayecto. Pero ninguna de ellas me convencía. O era una zona demasiado descubierta o estaba llena de turistas.
Estaba prohibido acampar o pasar la noche en las zonas de picnic en todo el país. Pero todo el mundo lo hacía y, hasta donde nosotras conocíamos, sin consecuencias. Ningún policía se acercaba a vigilar esas zonas ni echaban a nadie. Y el motivo por el que se prohibía esta práctica era por todos aquellos turistas desconsiderados que dejaban todo lleno de basura por donde pasaban. Vi huellas de ese séquito por las zonas de picnic en las que paré.
Al fin nos detuvimos en una de estas zonas que estaba más escondida. Estaba rodeada de arbustos y tenía un riachuelo justo al lado donde las ovejas descansaban. Pero no estábamos solas. Había otro vehículo. No me gustaba esa idea para nada. Queríamos estar a solas. Y eso parecía imposible en un país tan deshabitado como Islandia. Era un hombre y una chica bastante más joven. Estaban sentados en una de las mesas de madera y al vernos se voltearon un segundo y continuaron comiendo una manzana y viendo el paisaje. Yo quería encender una pequeña barbacoa que habíamos comprado en el supermercado y cocinar unas hamburguesas. Pero ni siquiera sabía si podíamos encender fuego. A escondidas lo hubiéramos hecho. Pero estando ellos al lado era muy arriesgado.
Aún así si no las hacíamos esa noche la carne se iba a poner mala. No teníamos donde guardarla. Dudé. Y al final me dirigí hacia ellos.
—Do you speak english?
—Vaya, españolas —respondió el hombre. Pareció molestarle mi atrevimiento.
—Solo quería preguntaros si sabéis si se puede encender fuego aquí en las zonas de picnic.
—¡Ah! ¿de dónde has sacado eso?
—Es una barbacoa de usar y tirar. La usábamos mucho en los parques de Inglaterra. Allí la utilizan mucho para ir de picnic.
—No las conocía….Nos hubiera venido muy bien tener una de esas. Igualmente no sabemos si se puede encender fuego aquí. Supongo que no. Pero no pasa nadie por la carretera. No te van a ver.
Tenía razón. No pasaba nadie. El riesgo era mínimo. Dejé la bandeja en el suelo y le prendí fuego a la hoja que tenía debajo de la rejilla. Enseguida la llama empezó a subir un poco más que nuestros tobillos y el rastro de humo invadió el espacio. Era al principio un hilo gris que se fue creciendo y volviendo más denso. Para nada inadvertido. Al oír acercarse un vehículo por la carretera, me sobresalté apagando el fuego con la suela de mi deportivo. El coche pasó de largo. Mi prima me miró atónita.
—¿Es así cómo funciona? —me preguntó el hombre.
—No, no funciona así. Me he asustado.
—Bueno vamos a colocarnos frente a la carretera y así si pasa alguien no verá el fuego.
Y así lo hicimos. Volví a encenderlo y cuando el fuego amainó ya no salió humo. Cocinamos las hamburguesas y ellos recogieron sus cosas.
—Mi hija y yo nos vamos. Ahora que ya hemos hablado y hemos cogido confianza. La verdad que preferimos pasar la noche solos. Donde tengamos todo el paisaje para nosotros. Este es un fantástico lugar. Seguro que encontramos otro. ¡Buena suerte con todo!
Aquella noche las nubes se descargaron bien. A las dos de la madrugada habíamos conseguido nuestro objetivo. Dormir solas en medio de la nada. Estaba todo negro a nuestro alrededor. No podíamos ver nada. Tan solo mucha agua arrastrándose contra el cristal. Y el sonido del mil pies danzando sobre el techo. El vaho del cristal nos impedía ver más allá. Así que abrí la puerta un segundo. Sirvió para mojarme entera y para darme cuenta que se estaban formando unos grandes charcos alrededor del coche. La lluvia seguía cayendo con furia. Y mi mente empezó a analizar.
—Laura, tenemos que apartar el coche de al lado del río.
—Bien —dijo Laura sin discutir — como tú quieras. Sé que si no lo hacemos, no vas a dormir.
Aparté el vehículo casi sin ver nada. La lluvia apretaba con más fuerza. Estábamos demasiado próximas al pequeño río y no sabíamos si era zona inundable. Lo dejé más cerca de la carretera.
—Y ahora duerme —dijo mi prima mientras se daba la vuelta en su asiento reclinado y se colocaba el antifaz.
A la noche siguiente nos pasó lo mismo. Había que encontrar otra zona de picnic para dormir. Aunque esta vez tardamos menos porque la noche nos pilló más cerca. Aparcamos sobre una llanura kilométrica supervisada por dos lenguas del glaciar Vatnajökull. El glacial más grande de Islandia y el segundo de Europa. Toda aquella cantidad de hielo se asomaba de entre las montañas. Y claro, lo primero que nos dijo la lógica era que no iba a ser un lugar cálido para dormir. Pero no había ni ganas ni fuerzas para arrancar el vehículo otra vez después de todo el día conduciendo.
Justo al lado de la zona de picnic observamos que había una estructura de hierro gigante medio doblada. Pertenecía a una gran infraestructura pero no entendía muy bien qué hacía allí. Era como si lo hubieran abandonado como basura. Al acercarme y leer el cartel me di cuenta que esa era una de las partes de la carretera que había estado allí antes.
En 1996 erupcionó un volcán debajo del glaciar Vatnajökull y se formó un mar de lava que arrasó con todo a su paso hasta el mar. Incluidas las grandes estructuras de hierro de la carretera. Media isla quedó incomunicada teniendo que volver a dar la vuelta en el otro sentido para llegar a Reykjavik. Esto eran tres días más de carretera o 48 horas del tirón. Porque en Islandia solo hay una carretera que le da la vuelta al país y se llama The Ring Road. Y nosotras estábamos sobre lo que había sido veinte años atrás un mar de lava improvisado. Un día había sido una carretera normal y de un momento a otro se convirtió en víctima de la lava. Islandia era impredecible. Imaginé todo aquello envuelto de lava y me estremecí.
Me giré y vi a mi prima en el coche desde lejos. Estaba escuchando música con su teléfono. Me acerqué, recliné el asiento y nos pusimos a dormir. Sobre las dos de la madrugada oí un ruido. Vi unas luces e intenté ver a través del vaho del cristal. Había aparcado un coche a nuestro lado. Era demasiado extraño. Era muy tarde para ir conduciendo por ahí. Y no me dio buena espina que hubieran aparcado tan cerca de nosotras. Miré confundida hacia la ventana. Pensando que en algún momento intentarían abrir el coche.
Le toqué el brazo a mi prima… Ella se movió un poco pero no se despertó. Estaba dormida debajo de su antifaz.
De repente se despertó y levantó su asiento.
— Vámonos, que sé que si no no vas a poder dormir.
Y me pregunté cómo era posible que ella pudiera estar tan tranquila. Aunque lo supe enseguida. Ella no tenía la cabeza llena de monstruos hechos con lava, ni de dientes de hielo, ni estructuras de hierro andantes, no sabía lo que era caer un precipicio sin moverse, ni el terror de que te envolviera el humo de una barbacoa. No podía ver que se sentía cuando un río te tragaba. Ella no sentía lo que era dormir al lado de un abismo ni veía los fantasmas.