Mi objetivo era claro. No quería crear expectativas. Islandia estaba siendo un lugar turístico cada vez más conocido. Prueba de ello era el carácter poco cordial de los islandeses. Cansados de turistas irrespetuosos. Siempre tuve ese problema. Juzgar. No llevar mis problemas. No comparar un lugar con otro. Y era difícil. Muy difícil. Llegar a un lugar nuevo y dejar la mente en blanco. Sin llevarme todo aquello que interfiriera en lo que realmente era ese país. Pero tengo la mente llena de pájaros. Siempre la he tenido. Así que nada más llegar ya empecé a comparar las cascadas con las de Canadá. A sentirme cansada y no disfrutar un paisaje. A volar sobre la carretera. Estaba a lo que los americanos llamarían tres mil millas de distancia de lo que realmente tenía en frente. Un país neutral, una tierra única. Algo incomparable. En cierto modo todos lo somos. Y no habrá nunca un lugar al que vuelvas y sea el mismo. Por eso somos tan cambiantes.
Entonces después de recorrer el the Ring Road llegamos a un desierto atípico. El desierto de lava. “La zona más aburrida” según me habían advertido. Y yo me preguntaba ¿cómo podía ser un desierto de lava algo aburrido?. Yo nunca había estado en ninguno. Divisé cada uno de los puntos cardinales y allí solo había kilómetros de lava. Tierra por nacer. Tierra sensible. Maltratada por turistas. Jeeps paseándose por llanuras de tierra recién nacida. Abandonándola a volver a nacer. El paisaje es una cosa, y lo que interpretamos es otra. Por eso, aquella persona vio algo aburrido en un desierto de lava y por eso yo luché contra mi misma. Evitando crear expectativas. Yo no era de allí. Pero todo me pertenecía. Mi objetivo era claro. Tenía que volver a nacer.