Dentro de unos días se va a mover un aire turístico más relevante de lo normal en Río de Janeiro. Los Juegos Olímpicos van a empezar y nadie quiere perderse este encuentro deportivo cuatrienal. A partir de los próximos días, millones de turistas se relajarán en la playa, beberán el agua de los enormes cocos, bailarán al ritmo de la samba y probarán la deliciosa caipirinha en cada esquina de la ciudad. Todos, a excepción de aquel deportista que rechazó su invitación a este evento por miedo a ser uno de los candidatos posibles a contagiarse de Zicka.

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Los pequeños y grandes comercios desde la pequeña tienda de souvenirs hasta los hoteles, restaurantes y tiendas llevan meses esperándolos. Pero también hay otros con una voz minúscula que los esperan. Y van a bajar de aquellas laderas de vértigo para reabrir sus sueños. Ellos no pueden evitar ver un gran billete de dólar en la cara de cada turista. Y, en ellos, ven la única esperanza que les queda por sortear mejor los próximos días. Los niños bajan descalzos, con unos pies de hierro acostumbrados a rozar el suelo. Y ven a los turistas y, aun siendo tan pequeños ya han aprendido a extender su brazo, palma hacia arriba y a poner cara de infancia perdida. Y también han aprendido, que las oportunidades, se les han quedado estancadas entre esos cuatro ladrillos que sortean la inclinación de la montaña. Y al cual llaman hogar. No tienen tanto miedo al mosquito que contagia el Zicka. O por lo menos, no tanto como al vecino que decide con su pistola “quien tiene que morir hoy”.

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Y aun así, no pierden la sonrisa y celebran con creces cuando un turista les regala cuatro caramelos. Los extranjeros quedan satisfechos como si un dulce relajara sus desgracias. Y los niños sonríen y se van corriendo con sus pies descalzos a perseguir a otros turistas para ver qué pueden conseguir más.

No son cuatro familias viviendo a las afueras de la ciudad en casas hechas de uralita. Son hasta dos millones de personas divisando  la ciudad entera desde sus chabolas. Allá en lo alto de las montañas. Son niños y padres; y hermanos y vecinos que son personas y a la vez no lo son. Son el estorbo del buen ver, la mancha negra que nadie se acuerda de solventar, el brazo extendido que nunca descansa, el llanto que nunca cesa bajo esa sonrisa eterna que nadie les va a arrebatar.

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Dentro de unos días Rio de Janeiro se llenará de turistas y se asomarán los pequeños monos a pedir comida y bajarán de las laderas los don nadies. Y los dos serán tratados por igual, como animales de circo. Les harán fotos, les darán limosnas, les regalarán dulces y todos sonreirán…

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